Buenos Aires: Emecé, 2001
Los lectores de pobre bolsillo merodeamos librerías apelando a un acto de azar que suele darse en las mesas de oferta y olvido. Cuando este mínimo hecho acontece, un libro asume la forma del prodigio.
Y si la lectura de este libro nos instala en las llanuras del placer perseguiremos el horizonte de otro lector con quien celebrar el acierto.
Esta noche, un tren me regresa en los libros. Un tren que parece detenido, en este instante, en algún lugar de Ningunaparte, entre la Estación Central de Milán y la ciudad de la Rosa y del Río. Desde esta quieta extensión de la noche quiero hablar acerca de un escritor y un libro que, en mi precaria ilusión, merecen la afectuosa compañía de lectura. El escritor es Ermanno Cavazzoni. Con él inicié, esta mañana, el viaje desde su Italia natal. El libro en cuestión se adjudica a su pluma y está en mis manos. Su título: Cirenaica.
Digo que un libro puede ser la excusa para la existencia de un lector. Y estoy buscando, esta noche, un lector a quien ceder su relato.
Mas este libro, me dice Cavazzonni, “no es un libro para quinceañeros llenos de bellas esperanzas ni para señores maduros, pensantes y equilibrados. Este es un libro para todos aquellos que son unos fracasados y lo sospechan, independientemente de la edad y el censo, e intuyen que si tuviesen que vivir otra vez, volverían a fracasar”.
Este libro, me cuenta Cavazzonni, nos lleva en trenes inmóviles a una ciudad del bajo mundo, un lugar “donde podemos vivir siempre en la falsedad”, un lugar donde “estamos abandonados a nosotros mismos”.
En esta ciudad del bajo mundo hay un cine, que es también una estafa. Cambian los carteles de afuera, dejan en suspenso el título, pero es siempre la misma película, titulada Cirenaica. La película es una estafa porque resulta incomprensible; son pedacitos pegados entre sí y rayados por el uso. Hay un individuo que aparece continuamente vestido con un traje de franela ligera, en una secuencia toma un puñado de arena y lo hace caer lentamente, como la arena de un reloj, después aparece un título enorme, Cirenaica, y una música atraviesa toda la sala durante un buen rato. Esa es la emoción mayor de la película, el resto no se entiende.
Y ese resto que no se entiende, me atrevo a decir, no es otra cosa que el universo todo.
Somos ciegos necesarios, le digo a Cavazzonni, infinito es lo que no nunca llegaremos a ver, infinito es lo que nunca alcanzaremos a entender.
Silencio: Cavazzonni se abraza a las sombras y desaparece. Silencio: El tren reanuda su marcha. Regreso a la Ciudad de la Rosa y del Río. Voy, esta noche, a dejar un libro en sus dominios. Silencio.
Digo que un lector puede ser la excusa para la existencia de otro lector.
Aquél que insista en sus oficios será bienvenido a este libro.
Ahora me despido, un saludo, una reverencia.
Me llamo Hernández, digo, Macedonio Hernández. Y esto es un decir.
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Dicen que ciertos libros, acechados por el olvido,
resisten su naufragio invocando a un lector.
Dicen también que ciertos lectores, porfiando en sus oficios,
inventan el rescate de estos libros.
Cuando algunos domingos precipitan hacia el centro de la noche,
Macedonio Hernández cierra el libro que acaba de leer
y regresa para contarlo.
[EDICIÓN CYRANO, 13 ABR 2008]